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sábado, 9 de abril de 2011

Capítulo 2 La Vecina parte 4

Pues ahí me encontraba yo, esperando el ascensor una vez pulsado el botón, era un ascensor sin duda viejo, de modo que escuchaba su crujir al aproximarse al décimo piso. No estaba del todo seguro si debía bajar pero el impulso de un adolescente a veces es más fuerte que la conciencia, y no sólo en adolescentes.
Miré mis converse grises y levanté dos veces la punta de las pies hacia mí, iba elegante, pero mis converse nunca fallaban. De repente sonó el característico ruido de su llegada, comenzaron los nervios al abrirse las puertas y más aún al verme reflejado en el espejo de éste. Me veía flaco, otra razón para ir al gimnasio, vestido como Dios manda y sobretodo inquieto, amedrentado. 
Esperé unos segundos hasta que las puertas del ascensor se cerraron, y me quedé ahí de pie sin mover un ápice. Aquella estancia entre la puerta del apartamento y la del ascensor era alumbrada mediante esos modernos sistemas de domótica de luz ante la detección de movimiento. Fue precisamente por ello que la tenue luz de la estancia se oscureció lentamente, dejándome aún más solo de lo que estaba. Lo único que cambió en esos instantes fue mi rostro, pasando de pavor a decepción. 
El botón del ascensor volvió a encenderse tras presionarlo, las luces lo semejante segundos después. Subí en el ascensor sin pensarlo 2 veces y apreté el 1. 
-¡Joder!- grité a mi mismo a la vez que presionaba el 8. No me dirigía hacia el primer piso, sino al piso de Mariana. Un poco tarde de modo que di un doble paseo en ascensor a mi edificio. Primera parada: primer piso, se abrieron las puertas e inmediatamente le di a cerrar para no perder más tiempo. En ese abrir y cerrar de puertas escuché la voz del portero:
-Uy Gonsalito tengo como hambre- Últimamente la confianza entre Ríos y yo, como el refrán (que como siempre llevan razón) daba asco. Permanecí callado y esperé a que se cerraran fingiendo no haber escuchado aquello.
Segunda parada: Octavo piso. De nuevo nervios, pero esta vez no me quedaría congelado. 
Caminé los 8 pasos que me separaban de la puerta. Subí el cuello de la camisa y la metí en mis pantalones. La hora de la verdad.
Miré la hora en mi reloj, 7:25, a estas alturas o era una atleta olímpica o ya debería haber vuelto del gimnasio. Olí mi jersey impregnado en aroma Polo Ralph Lauren, retuve la respiración y apreté el timbre.
La espera eterna por la que muchos hombres habrán pasado alguna vez, quizás muchas. Aquel pensamiento me entretuvo hasta que se abrió la puerta. Un armario de dos metros vestido de negro y con cara de pocos amigos me miró de arriba abajo mientras se rascaba la barbilla.
-Suelen ser más altos- dijo aquel guardaespaldas con desprecio mientras clavaba sus ojos en los míos como un pulso. Esperando así a que yo retirara la vista primero.
Abrí la boca sin saber siquiera cual sería mi réplica ante aquello, las palabras no fluyeron y en aquel instante la puerta se cerró de bruces en mi cara con un estruendo que dejó mis oídos noqueados durante un breve espacio de tiempo.
¿Qué que hice en ese momento?
Permanecer quieto y esperar a que las luces de detección hicieran el resto. Quizás la puerta se abriría nuevamente y el mismo que me cerró en las narices se disculparía, pero eso sólo pasa en las películas muy a mi pesar. Exhalé una bocanada de humillación, di media vuelta y presioné nuevamente el botón. El mismo que no debí apretar unos minutos antes. 
Entré por enésima vez aquel día al ascensor y le di al uno.
-¡Ostia!- fue la palabra que salió de mi boca tras equivocarme de nuevo en lugar de pulsar el 10. Tercera visita por el edificio Entrepinos.
A pesar de haber sido recibido con semejante hospitalidad no me rendiría tan fácilmente, mi estatura no sería un impedimento.

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